No sabes si son tus llaves las que abren la puerta de tu casa.
No sabes si ese trozo de papel con cuatro palabras es tuyo, pero esa es tu mellada caligrafía.
No sabes si la persona reflejada en la ventana eres tú, pero imita tus gestos, teclea como tú tecleas. De reojo mira lo que miras de reojo.
"Está llena de otros esta habitación".
1-¿Renegaré de esto también? ¿Haré una pelota con estas palabras y la tiraré por la ventana? Que nadie la reciba, por dios. Que nadie deshaga el entuerto y entienda estas frases arrugadas de tinta azul. Qué vergüenza infantil. Qué abismo. No sirve que me esconda los ojos. No, definitivamente no haré una pelota con esto. Si acaba en fracaso, en frustración, si acaba en lo de siempre lo dejaré con el resto de hojas muertas, a un lado de mi mesa, carne de reciclado ( para sentirme bondadoso un minuto). Pero esa idea de tirar la hoja arrugada por la ventana no debería haberla tenido. Esto que escribo es para mí.
Cerca de mi casa un gilipollas hace trompos con su coche porque no sabe hacerlos con su vida.
2-Nunca he escrito una línea que haga nacer en mí la sincera convicción de que impactaría, emocionaría o gustaría a alguien. Una frase que me haga decir: Quien lea esto, no lo olvidará nunca. Nunca he escrito nada decente. Soy una máquina de romper hojas, de perder el tiempo, experto en chocarme contra paredes hasta teñirlas de mierda. No cuesta tanto, la verdad.
En la radio hablan de fútbol tapando una canción de Costello.
3-Leo cualquier suspiro de Santuario, cualquier diálogo de Joyce o cualquier verso de la suicida Plath y me levanto, me asomo al balcón y trago con muecas exageradas todo el aire callejero que puedo. Me asfixia tanto talento ajeno, pero no quiero dejar de ahogarme varias veces al día: sentirse vivo con medio pie fuera de todo. Lo saben los inconscientes y el marido de Zelda.
Hace años conocí a Romualdo Tizón, ya saben, el blanco que se parecía a John Coltrane. El blanco que siempre escuchaba a Coltrane. Solíamos tener la misma conversación cada poco tiempo. Me decía que nunca había leído un libro entero. Que no era necesario. No quería argumentos, personajes definidos, una visión del mundo. Buscaba pistas, guiños. O nada. Lo que el azar decidiera. Pero yo no creo en el azar, añadía Romualdo. ¿Entonces?
– Entonces nada, chico. Abro el libro, leo una frase, la primera que cacen mis ojos, la apunto enumerándola en una de mis Moleskine. Cierro el libro. No vuelvo a abrirlo jamás aunque cada mes quito el polvo a cada uno de los 3744. Y créeme, nunca copio frases triviales.
Solía decirle entonces que los libros, hasta los más sabios, están llenos de frases triviales. Sí, respondía él, pero nunca me he encontrado con nada hueco en un libro. Cada línea que leo es extraordinaria. ¿Azar? No, ya te he dicho que no creo en el azar.
¿Y en que creía este tipo raro?
– En la literatura.
4-Si ahora me escuchara Romualdo Tizón le diría que ahora yo también creo en la literatura, que jamás leo un libro entero, ni un párrafo entero, que me basta con unas palabras de Rayuela, por ejemplo, para saber lo que es la fe.
Si ahora me escuchara Romualdo Tizón me preguntaría, con su calma imponente, porqué entonces mando a reciclar lo que yo escribo.
– Porque ya no me escuchas, porque jamás me leiste, porque ya no hay Moleskine que valga. Porque decidiste acabar contigo como acabaste tus libros. Sin terminarte.
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Todas las luces se las bebe ella en cuanto aparece en escena. Dadle un segundo y se quedará con las horas que dure la velada.
El poder que da la importancia, supuso él.
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Le has robado las gafas a Richard Hawley. Te pones grave y elegante. ¿ Un crooner en el siglo de lo breve? Tú también piensas en un regreso a casa cuando escuchas The Ocean. La canción debería calmarte pero el corazón salta. Piensas en cómo quieres que sea todo, en la levedad del aire que te acompañará junto a tus pasos hasta el sueño. Si hoy es domingo, esto es más de lo mismo. Si las carcajadas te empujan la espalda, sigues vivo. Deja en el bar lo que hayas visto, lo que hayas oído, todo lo que te has merecido a fuerza de ser el estúpido mayor del reino de los estúpidos. No saques el teléfono del bolsillo, no agarres el bolígrafo de las pequeñas ocasiones. Que sea la nada la que haga el trabajo sucio. Y si notas dolor, mírate y calla. Que es lo que el espejo espera de tí.
Te quitas las gafas de Richard Hawley y esperas de tí lo mejor. Adelante. ¡Rímel y fanfarria!, gritan las musas emparedadas.
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Olvidaste el comienzo cuando empezó el final. No supiste dónde quedaron las primeras palabras de esto. Dónde el camino al que te llevarían esas palabras. Te empeñaste en recordarlas para plasmarlas aquí. Pero, zas, desaparecieron. Y ahora das vueltas al lenguaje para llegar a la soledad de un folio en blanco. Que una canción rellene la ausencia.
Mientras tanto me duele mirar la pared de otra habitación. Y que todo sea un círculo de fuego.
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El entuerto no cabe en el plato de arroz,
no se esfuma en el hielo del vaso.
Esto queda en el cajón de lo atroz,
antes de dar tu primer paso.
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Los platillos acompañan al estribillo.
El Hammond llora contigo.
Su risa te agarra el hígado.
Tú agarras otro disco.
Todo gotea.
Y apesta lo que pintas,
lo que callas.
Foribundos los quiere dios.
Deszocado te quiere el día.
Nadie más está aquí para llamarte breve.
Cuando ella quiera dejarás de ser
sus manos.
Cuando tú quieras será tarde
para amanecer.
El charco te da tu única cara
y la cara tu única espalda,
repleta de kilos de canciones,
noches por limar,
trampas de ojos sellados,
palabras que doblar para que quepan
en tus diminutos sueños.
Y dentro una llama.
Dentro una bomba.
Algo te dice que deberías mirar,
sólo,
lo de fuera:
Esa luz.
Jamás podrás escribir un final
aunque lo tengas en brazos.
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Cualquier silencio te pesará,
tarde o temprano,
en los bolsillos.
Tanto peso callará,
tarde o temprano,
en tus pasillos.
Nidos ellos de juegos de niños,
de remolinos etílicos,
de paradas ante el espejo,
de un ir y venir sin regreso.
De una vida entre la felicidad y el miedo.
Entre la brisa y la navaja.
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Salivazos al Da Vinci es lo que te pide el cuerpo.
O un grito que escandalice al museo y despierte al mundo.
Demasiadas rabietas de niño para tan poco talento.
Encumbrado tu ridículo y tu pensamiento humo,
huyes como los lirios del otro sueño,
imperceptiblemente agriado
por la encharcada ciudad renacentista.
Entre columnas y sudores
tu mirada vigila el beso ajeno.
El tenor desliza el barroco horizonte hasta tus pies,
que rasga o desnuda lo que quisiste vivir.
Tus jinetes del apocalipsis no necesitan caballos.
Les basta tu culpa de todos los tiempos
y el dolor de verdad dorsal
para cabalgar sobre sonrisas de suficiencia.
Entre columnas y sudores
tu mirada llora el éxtasis ajeno.
La noche alienta al miedo como el ruido a la violencia.
Los violines se funden con el destino
y azotan la ciudad,
abren el suelo,
giran el cielo.
Sin columnas ni sudores,
sin cuadro que escupir,
tu mirada agoniza
y abre la boca
respirando escombros.
¿Quién será desde ahora el otro?- Preguntas.
El otro seré yo- Contestas.
Se cierran tus ojos
y el cielo
y el viento.
Nadie oye tu certeza.
Nadie tu muerte.
El otro,
contestas,
soy yo.
El del lado nublado de un pasado cualquiera.
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