Al llegar a la ciudad con piel de tres paises, en mitad de la estación de trenes, supe, al querer sacar un mapa, que mi maleta no podía abrirse. Ni mi cuerpo arrodillado ni la maña ni la fuerza lograban que la cremallera se deslizara suavemente para que pudiera coger sin problemas lo que buscaba. Y me preocupé, como si lo importante, lo que había ido a hacer allí, estuviera dentro de la maleta y no en las calles enfriadas, en algún banco junto al río, en algún vaso de cerveza fuerte, en algún guiño cómplice. Como si no pudiera dar un paso más si esa maleta no se abría. Éramos la maleta y yo. Quizás cayó un meteorito a pocos metros de mí, quizás pasó a mi lado Rembrandt buscando una luz diferente. Da igual, éramos la maleta y yo. Hasta que la maleta se abrió como se abren muchas cosas que parecen cerradas con perfección: sin que nadie sepa porqué.
Y entonces la maleta y yo volvimos a ser lo que eramos antes del incidente: unos simples y útiles objetos para guardar telas y secretos. Y entonces me puse de pie y fuimos esa ciudad y yo por fín. Hasta que pocas horas después supe que la ciudad también estaba cerrada. Dónde y porqué lo supe es cuestión de otro momento, de otra mentira. Ahora sólo diré que no sabía, hasta que llegaron esas pocas horas, que el viaje de ida iba a ser el de vuelta.
C.D.G
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