Cuando uno visita una ciudad como Madrid, la masca como chicle durante días. Da igual que la conozca más o menos bien, da igual que haya pasado muchos, muchos días allí a lo largo de la vida. Cuando uno vuelve, la masca. Y si eso pasa, lo mejor es callarse y no hablar del Madrid de este noviembre, de los atardeceres naranjas, del sol que se cuela por los árboles del paseo del Prado,de las trabajadoras de museo que se duermen al lado de un cuadro de Dalí, del olor a Salitre de una parte de Lavapies, de las peores croquetas de la historia, de la fuerza e imaginación del mundo Fellini, de un tubo de cerveza en un Penny Lane castizo, de lo pequeño y vivo que se siente uno cuando se asoma y tiene debajo la Gran Vía, tímida y recién lavada a primera hora, abrumadora e imparable cuando termina de bostezar. Verla desde una terraza es como el tercer minuto de I Don’t Know What It Is (en el caso del video en directo de más abajo, como a partir del 3’44» )
Lo mejor es no hablar de su luz, de su latido, de su suciedad. De sus virtudes, de sus defectos, de lo que ha sido mañana, de lo que será hace años.
Lo mejor es no decir eso de que Madrid son muchos pueblos (tantos como barrios) que forman una ciudad única.
Y ni hablar de Goya, ni del Bosco, ni del gran guitarrista entre Gerónimos y el Museo del Prado, de Lorca recitando en la colina de los Chopos, de Pou imponente esperando un café, de la emocionante verdad de Santos Yubero, de la Edad de Oro bautizada, casada, enterrada, grabada, de la oscura sala de baile del Círculo de Bellas Artes, de la Plaza Antón Martín, que te hiere el pie pero te obliga a que sigas andando ( porque Madrid se conoce andando o no se conoce), de un postre de chocolate blanco que, bueno, no está mal, de un desayuno nada castizo junto a unas vistas inolvidables, de unas cañas bien tiradas lo estén o no, de los 51 solomillitos, de la vieja ciclista de melena plateada que pide a todos que nos guardemos las carteras porque el Papa está al caer, de un jardín vertical, de un sueño horizontal. De los Pecos en forma de poster, para comérselos, por supuesto.
No hay que decir que Madrid es inacabable. No, no hay que ser obvio.
Mejor seguir mascando el chicle, porque todo chicle en la boca es un caos, y uno nunca supo ser preciso en mitad del caos.
Mejor decir, solamente, que Madrid es un REGALAZO y que como tal lo agradezco, con todas las Gracias que me quedan por dar.
Eso y volver a callar, que siempre ha de quedar algo por decir, por recordar. Por volver a vivir.
C.D.G