En esa foto Nabokov escribe el nombre de su mariposa favorita, mientras el mundo entero cree que da luz a una línea maestra de Lolita o Habla, Memoria.
¿Qué cómo lo sé? Porque yo fui, entonces, ese cojín que acomoda al genio. Fui.
También sé que él sabía más de mariposas que de literatura. ¿ Por qué lo sé? Por que yo fui, en otro tiempo, Nabokov.
Ahora soy una de tus doce uvas.
Que te aproveche. Pero no te olvides de vomitarme antes de desear, como un robot, feliz 2011. Que quiero seguir siendo otros objetos y otras personas que logren hacerme olvidar quién soy o qué soy cuando nadie me ve. Cuando nada me rodea.
Hace ya mucho tiempo que habito este palacio. Duermo en la escalinata, al pie de los cipreses. Dicen que baña el sol de oro las columnas, las corazas color de tortuga, las flores. Soy dueño de un violín y de algunos harapos. Cuento historias de muerte y todos me abandonan. Iglesias y palacios, los bosques, los poblados, son míos, los vacía mi música que inflama. Salí del mar. Un hombre me ahogó cuando era niño. Mis ojos los comió un bello pez azul y en mis cuencas vacías habitan escorpiones. Un día quise ahorcarme de un espeso manzano. Otro día ma até una víbora al cuello. Pero siempre termino dormido entre las flores, beodo entre las flores, ahogado por la música que desgrana el violín que tengo entre mis brazos. Soy como un ave extraña que aletea entre rosas. Mi amigo es el rocío. Me gusta echar al lago diamantes, topacios, las cosas de los hombres. A veces, mientras lloro, algún niño se acerca y me besa en las llagas, me roba el corazón.
Azorín lo llamó el psicólogo de las cosas. Yo no lo llamo, lo leo. Y así viene.
Ramón Gómez de la Serna hizo de la greguería su escudo y su arma a la vez (pero fue más que una greguería, escribió sin descanso y se carcajeó hasta de la carcajada). Lo que hoy hace Madoz con la fotografía lo hacía Ramón con su pipa, su café, sus letras. La realidad era (¿es?) susceptible de ser jugada. Si a la realidad se la miraba con ojos ilimitados ( como hacen los poetas y los muertos ), ésta regalaba y regalaba. Ríete tú de los Reyes Magos. Sí, tú.
Sus greguerías, que él definió como
«la flor de todo, lo que queda, lo que vive, lo que surge entre el descreimiento, la acidez y la corrosión, lo que resiste todo.”
y como
«humorismo + metáfora: greguería»
y que ya están, con otro nombre, en Shakespeare, los griegos, Quevedo o Victor Hugo ( el murmullo es el humo de la conversación ) son esa pizca de sal que reclamamos al plato, ese aliciente. Esa visión que siempre estuvo ahí y que nunca vimos. Alumbran, sorprenden, incomodan, tranquilizan. Hay para todos los gustos. Todo, quizás, sea una greguería. Si De la Serna siguiera fumando, diría algo único sobre internet, sobre la tdt, sobre el blandiblú.
La greguería, cuando se lee, cambia nuestros ojos. Y ya no hay oftalmólogo que los cure.
Del libro que tengo, prologado por su hermano, saco, casi al azar:
La conversación es la llama azul del alcohol humano.
Son más largas las calles de noche que de día.
La muerte es hereditaria.
Si te conoces demasiado a ti mismo, dejarás de saludarte.
Aburrirse es besar a la muerte.
El elefante está lleno de lodo seco.
Amor es despertar a una mujer y que no se indigne.
Cuando en el árbol no queda más que una hoja, parece que le cuelga la etiqueta de su precio.
La nuca del mar está en la ola.
Nostalgia: neuralgia de los recuerdos.
El bebé se saluda a sí mismo dando la mano al pie.
Víctor Hugo nació para estatua.
De internet y sus telarañas, saco:
La ópera es la verdad de la mentira;
el cine es la mentira de la verdad.
En el río pasan ahogados todos los espejos del pasado.
Las flores que no huelen son flores mudas.
Las estrellas trabajan con red. Por eso no se cae ninguna sobre nuestra cabeza.
El Pensador de Rodin es un ajedrecista al que le han quitado la mesa.
El ventilador afeita el calor.
La lluvia es triste porque nos recuerda cuando fuimos peces.
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Parte de la grasa del Gordo cae o se restriega, como de costumbre, en Alicante. Y como de costumbre, en uno de esos sitios en los que echo euromillones, quinielas, monedas varias. Y nunca décimos de navidad, por eso de que prefiero millones de euros de mañana jueves a los 300.000 de hoy. Y luego toca allí el Gordo, o se friega, y me rasco. Y los que parecen serios loteros cuando me dan 10 euros por acertar una quiniela de 11 abren champagne y exhiben la sonrisa del siglo a todas las televisiones del mundo. Las mismas que no estarán cuando me toquen 15 millones de euros. Porque no será en Navidad, porque no será tradición. Porque sólo lo sabremos tú, mi garganta, mis siglas y yo.
Pero Georgie Dann me dedicará una canción y me querrá como bailarina en su videoclip. Diré que no, pero lo haré. Tengo caderas de vértigo.
Si vuelvo a mirar el cielo, caerá sobre todos nosotros. Demasiadas nubes, demasiado bellas, demasiado cerca de nuestras azoteas, de los neones de Navidad. Casi lamen nuestros cabellos. Amenaza el cielo con desplomarse, parece. Mejor no mirarlo, que yo no soy Pessoa. Seguro.
Hubo nubes iguales en mi sueño de anoche. Sólo recuerdo de anoche esas nubes y lo que me dieron. Grises, irregulares, con toda la lluvia que cabe en sus tripas. Un sueño de nubes que parecía una pose ante la vida, una declaración de intenciones. Un sueño tan mío como el despertar abrupto y ácido que lo ha acompañado. Porque en aquellas nubes, en aquel espectáculo sin reloj sobre mi cabeza ( espectáculo a la vez desnortado y equilibrado ) me sentí más Yo, o al menos más tranquilo y conforme con mi Yo, más humano, más vomitado y carcajeado, menos dubitativo que en este mundo desconchado que, al abrirle los ojos esta mañana, sólo me ha traído malos pensamientos, una voz muda, un laberinto en mi mapa, un veneno en mis tripas, una canción en francés y un cielo real que amenaza con caer y acabar con lo que somos: el irreal cielo de nubes de nuestros ojos cerrados.
Gregory prosiguió en su tono grandilocuente:
– El artista es uno con el anarquista; son términos intercambiables. El anarquista es un artista. Artista es el que lanza una bomba, porque todo lo sacrifica a un supremo instante; para él es más un relámpago deslumbrador, el estruendo de una detonación perfecta, que los vulgares cuerpos de unos cuantos policías sin contorno definido. El artista niega todo gobierno, acaba con toda convención. Sólo el desorden place al poeta. De otra suerte, la cosa más poética del mundo sería nuestro tranvía subterráneo.
– Y así es, en efecto –replicó Mr. Syme.
– ¡Qué absurdo! –exclamó Gregory, que era muy razonable cuando los demás arriesgaban una paradoja en su presencia-. Vamos a ver: ¿por qué tienen ese aspecto de tristeza y cansancio todos los empleados del subterráneo? Pues porque saben que el tranvía anda bien; que no puede menos de llevarlos al sitio para el que han comprado billete; que después de Sloane Square tienen que llegar a la estación de Victoria y no a otra. Pero ¡oh, rapto indescriptible, ojos fulgurantes como estrellas, almas reintegradas en las alegrías del Edén, si la próxima estación resultara ser Baker Street!
– ¡Usted sí que es poco poético! –dijo a esto el poeta Syme-. Y si es verdad lo que usted nos cuenta de los viajeros del subterráneo, serán tan prosaicos como usted y su poesía. Lo raro y hermoso es tocar la meta; lo fácil y vulgar es fallar. Nos parece cosa de epopeya que el flechero alcance desde lejos a un ave con su dardo salvaje, ¿y no habría de parecérnoslo que el hombre le acierte desde lejos a una estación con una máquina salvaje? El caos es imbécil, por lo mismo que allí el tren puede ir igualmente a Baker Street o a Bagdad. Pero el hombre es un verdadero mago, y toda su magia consiste en que dice el hombre: «¡Sea Victoria!», y hela que aparece. Guárdese usted sus libracos en verso y prosa, y a mí déjeme llorar lágrimas de orgullo ante un horario de ferrocarril. Guárdese usted su Byron, que conmemora las derrotas del hombre, y déme a mí en cambio el Bradshaw, ¿entiende usted? El horario Bradshaw, que conmemora las victorias del hombre. ¡Venga el horario!
Se acostumbró a perder el tiempo en cualquier lado. Al principio le sorprendía tan mala suerte. Recuerda a menudo una de las primeras veces, allá por sus veinte años. Esa charla sobre guitarras en la barra del bar. Ese whisky español en sus manos perezosas. Y de repente, en una mirada al vaso, vio ( notó, más bien, como si fuera una ráfaga de viento que quita el sombrero de la cabeza) que el tiempo se le había escapado de las manos ( de su vida, más bien ). Buscó en su reloj, evidentemente. Buscó en los ojos de su interlocutor, en sus zapatos, en las piernas de la guiri de al lado y en la barba del camarero. Miró en la cámara de fotos del poster de Blow Up que reinaba en la pared de su espalda. El tiempo se había ido y era inútil acudir a Objetos Perdidos. Recuerda a menudo que imaginó, cosas del alcohol, que el tiempo se había largado en una Harley, con chupa de cuero y muy mala leche entre dientes.
Lo recuperó, el tiempo, al despertar. Pero su pérdida del tiempo fue cada vez más común y, por lo tanto, menos sorprendente. Lo perdía mientras se duchaba, mientras leía la prensa, comiendo un plato de pasta o escribiendo haikus en el aire. Se acostumbró a perder el tiempo y a recuperarlo. No era cuestión de aburrimiento ni de rutina. Era simplemente, el equivalente a dejar las gafas en algún lado. Con la diferencia de que, tras el asombro inicial, no buscaba al tiempo como se buscan las gafas, sino que el tiempo le buscaba a él, para encontrarlo siempre y largarse luego sin avisar. Un círculo.
Y así, entre pérdida y pérdida de tiempo, pasaron los años. Cumplió los 40. Sin familia y sin vergüenza, lo celebró en su casa con sus amigos de siempre. Diez personas, diez. Horas volando, como siempre que estaba con ellos. Una mesa grande, buena música, mala bebida. Humo hasta en lo innombrable, risas de hiena, brazos gesticulantes. Y de repente, otra vez el tiempo haciendo mutis por el foro. Nada nuevo si no fuera porque aquella vez se fue dejando un dolor de infarto en todo él, como si la ráfaga de viento no pudiera esta vez con el sombrero, sino con la pirámide de Keops. Paralizado, bajó los brazos, cerró la boca y de sus ojos salieron lagrimones de niño sin postre. Nadie de los que allí estaban le habían visto así jamás. Se acabó la fiesta, dijo. Intentaron animarle sin éxito. Sin levantarse, les pidió que apagaran la música y se fueran. Y se fueron. Siguió sentado, siguió llorando.
Acababa de saber, la razón solamente la intuyo, que el tiempo no volvería mañana al despertar, ni a fin de mes, ni en tres años. Que sería ya, de por vida, un hombre sin tiempo en un mundo sin historia. Y en el piso de al lado empezó a sonar nítidamente Alexandre Desplat. La luna, tras la ventana, crecía. Pensó al mirarla: allí siempre hay tiempo y banderas extranjeras.
Sé de flamenco lo mismo que de las costumbres de los lemures ( y eso que, a veces, me gustaría ser lemur, como a algunos catalanes cantarines ). Pero el pellizco aparece en ocasiones con lo incomprensible. De algún lugar mágico viene el talento de Paco De Lucía, el grito acuchillado de Camarón. Morente es, era, será de esos. Hace una semana puse algo de él, de ese disco enorme que grabó con Lagartija Nick en la parte rock y con Lorca en la parte oculta.
No sé de flamenco, pero ese disco y canciones como Ciudad sin Sueño o Manhattan ( apoyado en lo que hizo Cohen ), con esa voz que, desde mi ignorancia, la oigo como si viniera de las cuevas de nuestros orígenes.
Y así lo recuerdo. Así y en un video que grabó para El Mundo hace justo un año, acompañando su trueno ( ahí adormilado ) de un escueto puño sobre la mesa: un villancico flamenco que sabe a noche, frío y fuego.
Siempre es conmovedor el ocaso por indigente o charro que sea, pero más conmovedor todavía es aquel brillo desesperado y final que herrumbra la llanura cuando el sol último se ha hundido. Nos duele sostener esa luz tirante y distinta, esa alucinación que impone al espacio el unánime miedo de la sombra y que cesa de golpe cuando notamos su falsía, como cesan los sueños cuando sabemos que soñamos.
A veces uno se siente como el maldito Meursault, el Extranjero de Camus, y diluye los valores y se resigna ante la marabunta social.
A veces las noticias te extrañan y te abofetean y te hacen preguntas. Muchas preguntas.
A veces, las respuestas, no están en las palabras. Pero están y quieren aparecer.
A veces los días son raros. Pero todos los días acaban. Todos los días empiezan. Y eso, a la larga, lo sabrán los más cercanos a esa noticia que a mi me extrañó y me abofeteó, pero que a ellos les quebró el cuerpo en mil. Por mucho que empiecen los días.
Busqué anoche a la luna. Ni rastro en el cielo. Ni rastro en tus ojos.
La luna, como casi todo lo que vale la pena, estaba en las palabras de ayer de Vargas Llosa. El frío de ahí arriba le mermó la voz, pero el calor de sus palabras derritió el hielo y abrigó la noche. Lo dicho, ahí estaba la luna y el cielo y tus ojos. Dejé de buscar. Dejé de llamar a aquello discurso para llamarlo carta de amor. Amor a la literatura, a leer, a escribir. Amor a dos países (Perú y España), amor a tres ciudades. Amor ( y ahí habló llorando) a su mujer, a su familia. Amor real. Declaración de amor y alerta a los peligros que no es que llamen a la puerta, sino que la han tirado abajo y amenazan con dejar la casa en ruinas.
Una perfecta carta de amor ( Pessoa no habría dicho eso de que todas las cartas de amor son ridículas si hubiera escuchado ayer al peruano) de un escritor del que envidio su lucidez y admiro casi todo lo demás. Escribir así es volar. Leerlo es volar más alto.
Tan alto, quizás, como el miope de oro. Quiso ser Elvis. Quiso ser Carl Perkins y Chuck Berry. Quiso ser Dylan. Quiso ser Nadie. Fue John Lennon ( de profesión: genio), fue un BEATLE ( con lo que eso significa para el que esto escribe ), fue un niño malo, fue un exiliado constante. Es interminable. Casbah, Hamburgo, Cavern, Londres, Nueva Dheli, Tittenhurst, Nueva York, el mundo entero. Y en mitad del frenesí que le(s) rodeó, hizo de la música popular algo más que un chisme divertido. Lennon es aquel que era luz y sombra a la vez, hasta que agarraba la guitarra o se sentaba frente al piano y hacía magia. Aquel que hace 30 años ya, dejó de hacer música para siempre, aunque, como dicen de Gardel, cante cada día mejor. Aunque, cada vez que se escucha una canción suya ( o compartida con un tal Paul, el otro genio, el que alargó la vida de los Beatles. Dos caras de una moneda irrepetible, y no exagero ), los oídos sepan que están ante algo nuevo. Envejecen y mueren las personas. Pero el arte, el verdadero arte, el que puede con las nubes, con los odios y las tormentas, el que ensancha la estrecha carretera que es la vida, es, sencillamente, inmortal.