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Archive for 23 de enero de 2012

 

La experiencia y el éxito han conseguido que ya no sude, que ya no lata a mil por hora, que no entre en el portal de su buhardilla mirando por todos lados como un perro asustado.

La Navidad es un chollo. Plaza Mayor, familias, borrachos, gorritos rojos, gritos, villancicos de mierda, nieve de mentira por el aire, dinero de verdad por los bolsos. Señoras y señores: ¡Descuidos a precio de saldo!

 Ya no le cuesta mezclarse, chocarse, rozar, pedir perdón, tropezarse, preguntar, pedir otra vez perdón, disimular, salir de aquella masa, buscar su choza, sentarse en el colchón del suelo, vaciar los bolsillos de su abrigo, dejar a su lado los objetos robados.

Primero agarra el reloj. Inmenso, hortera, lleno de oro y de números romanos. Tan redondo como ese día. Lo toca, lo huele, lo vuelve a dejar sobre el colchón, lo mira como un niño mira un balón sin estrenar. Estira el brazo y del cajón de su mesilla saca su libreta, su bolígrafo y el habitual suspiro de antes de ponerse manos a la obra. Y escribe la historia del minutero del reloj, de la joyería donde se compró, de la ilusión que le hizo al dueño tenerlo en su muñeca, de lo que brilla cuando brilla el sol, del retraso de dos minutos que lleva respecto al exacto reloj de la plaza mayor donde lo robó.

Creo que sonríe al releer lo escrito. Y tira aquel reloj, de triple, a la basura.

Tiene ahora entre sus manos una cartera, marrón con una flor verde en el cierre. Qué guapa es la dueña, qué feo es su novio o lo que sea, qué arrugados sus cinco billetes de diez,  qué cuidadas sus tarjetas de crédito, de perfumería, de restaurante, de pubs, de un hotel belga, de la biblioteca. Sí, claro: también lo huele, también lo analiza con calma. Es todo un espectáculo observar sus movimientos.

Respira hondo, deja la cartera y escribe. Dónde conoció a ese novio, qué estudia cuando está en la biblioteca, qué tonta se pone cuando empieza el tercer ron, qué bien perfumada se pone cuando su chico le dice que baje, qué iba a comprar con ese dinero revuelto, qué pasó en aquel hotel belga, cómo de embobada se quedó en la maravillosa Grand Platz de Bruselas y qué mal se sentirá cuando se vea sin dinero, sin tarjetas, sin documentación,  como una doña Nadie en mitad de la también maravillosa Plaza Mayor de Madrid.

Tira la cartera a la basura. Cae abierta sobre el reloj, como si lo mordiera.

Mira el resto de objetos que pueblan la cama: unas llaves, una cámara de fotos, un trozo precioso de tiempo perdido (le encanta robar tiempo a aquellos a los que les sobra: es fácil y muy agradecido. Y más desde que leyó a Camus aquello de que el tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos ), una petaca de plata,  varias monedas, otro reloj y un rey Baltasar de madera del tamaño de su dedo índice.

Sugerente, pero ya ha escrito demasiado por hoy. Mete todo aquello bajo el colchón (¿ material para mañana ?) y la libreta en su mano. Baja a un cibercafé, pasa a ordenador lo escrito y lo manda al periódico como cada día. Otra columna que le dará para comer.

Y a otra plaza,  a otro vagón, a otros descuidos que le darán  para vivir. Viva la gente, canta o masculla nuestro hombre al volver a pisar la calle, enamorado de las historias que exhalan nuestros objetos cuando ya no son nuestros.

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