Mirar atrás es reconocer mi fracaso. Mirar adelante es enfrentarme a mi miedo. El cielo, siempre me quedará el cielo… como a Pessoa, supongo. ¿Me mira el cielo a mí? ¿Clava sus ojos en los míos? ¿Es su brisa una caricia de madre para que me tranquilice? ¿Es la nube que avanza por el Este una señal para que sepa por fin lo que todos esperan de mí? ¿Es el sol que se esconde dignamente una nana para que sueñe con un mundo lleno de mentiras perfectas?
¿Es ese avión una Oración que destrozará otro rascacielos?
Todos los niños quieren volar. Yo he tenido que llegar a los cuarenta para volverme un niño y ansiar eso, volar. No como mis superhéroes favoritos (Superman, Mohamed Atta), sino como esas bolsas que un día tuvieron lechuga, mermelada y galletas y que ahora tienen aire y alas en las asas. Esas bolsas que deambulan; esas que, si nos fijamos, tienen barba de tres días y aliento a soledad con hielo. Así quiero volar: sin rumbo, imprevisible como un niño de domingo, como un penalti de Ramos. Si me estrello contra un toldo, no me quejaré. Si me agujerea una rama afilada, no lloraré. No tiene lágrimas quien sabe volar.
Siempre nos quedará el cielo, pero cierro los ojos. ¿Por qué? No sé, pero escuchen bien: aquí, dentro de ellos, ni fracaso, ni miedo, ni señales de ahí arriba. Aquí dentro no soy, ni seré, una bolsa.
Aquí dentro soy un cruce de caminos.
Pero mejor no pregunten.
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C.D.G.
Fotografía: fotograma de El Eclipse, de Antonioni.