Mis amigos heredaron de sus abuelos un tren eléctrico, una cuenta preñada de ceros, una colección de cromos, rifles inservibles…¿Y yo? Una semana después de la muerte de mi abuelo, cuando en mi casa volvía poco a poco la luz y el calor, entró mi padre en mi habitación y puso sobre mis apuntes de mates una piedra suave con forma de huevo y tamaño de mi puño. Este pisapapeles, me dijo mirándome a los ojos, era de tu abuelo y ahora es tuyo; haz buen uso de él. Y salió. Pensé entonces, como pienso hoy, que me dejó a solas tan bruscamente para que meditara no solo sobre lo que significa un regalo desde el más allá, sino sobre la profundidad y simbolismo de un objeto simplón, nada que ver con el que lucía mi profesor de inglés en clase: de cristal, con la forma de Gran Bretaña y con los colores de su bandera.
Mi padre no volvió a preguntarme por él, pero sé que entraba a veces en mi cuarto con cualquier excusa para ver si estaba en buen lugar. Y lo estaba: no quería disgustos y, total, una piedra no era más cursi que las gomas rosas de mi hermana. Durante los primeros meses lo coloqué sobre los dibujos que pintaba cuando me cansaba de estudiar o mientras mis padres discutían en el salón. Después sobre las postales de Míchel, Buyo y Hugo Sánchez, sobre los apuntes en sucio de Historia… Sin saber cómo, se convirtió en parte esencial de mi hábitat, como el póster de Winona, los discos de Phil Collins, la revista porno («que rule») y la Game Boy. Estaba creciendo y el pisapapeles seguía inalterable. Llegué a pensar, al llegar a casa tras una de mis primeras borracheras y mientras lo miraba como Colón miraría a las Américas, que lo que había heredado no era una piedra ni un objeto útil, sino un ejemplo irrefutable de que la inmortalidad existe. Por aquel entonces ya tenía 15 años.
Un año después, Lucía me besó por primera vez. En mi escritorio. Como en esas películas americanas: demasiado juntos mientras me traducía una frase de Cicerón; demasiado inevitable la caricia, el beso, mi vergüenza, su superioridad, mis ganas de seguir besando, sus ganas de saber qué era esa piedra tan fea que jodía la armonía de mi mesa. Ésto último no va incluido en el lote «Como en esas películas americanas», como tampoco va la explicación que le dí para sorprenderla y aumentar sus ganas de saber y, qué ingenuo, de seguir besando: si la tocas, no querrás irte de mi habitación jamás*. Por aquel entonces ya sabía lo que quería estudiar y que, para hacerlo, tendría que largarme a Madrid.
Eso hice dos años después. En mi maleta, mucha ropa, un cartón de tabaco de mi hermana, un llanto inconsolable de mi madre, mucho medicamento, muchos consejos, muchas ganas y el pisapapeles. Me estaba llevando un trozo de inmortalidad a la capital. Nada menos. Si lo supiera la capital. ¡Si lo supiera mi abuelo!
Tampoco lo sabían los tres impresentables con los que compartí piso, olores y poco más. Mi habitación, la facultad, los bares y los cines eran mi mundo, mi búnker, mi mentira particular. Y si antes el pisapapeles actuaba como pisapapeles, ahora me acompañaba siempre en la mochila, escondido como un tesoro, inalterable como la piedra que ya no era. Ya no aguantaba a ningún papel, solo a un joven de provincias convencido de ser de ciudad.
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Hoy he terminado mi último examen de la carrera. Sé que aprobaré: lo he bordado. Han sido cuatro años y por ellos han pasado, sin tregua, muchas noches largas, muchas chicas malas, un par de amigos de verdad, una rotura de menisco, las obras completas de Nabokov, el desmayo de mi inocencia, el nacimiento de mi sobrino, dos Copas de Europa, un coche de tercera mano, otro de segunda mano, un cortometraje prohibido, una perilla de chivo, dos teléfonos y el protagonista de esta historia. Tanta elipsis atropellada para contarles (con un final aún más atropellado, verán ) que hoy, al borde de convertirme en licenciado, voy a deshacerme del pisapapeles de mi abuelo. Podría excusarme hablando de pasos hacia la madurez y otras pajas mentales, pero la razón es más sencilla, más cruel, más dolorosa: el pisapapeles está lleno de sangre. De sangre que no es mía. De sangre de alguien que ya no vive por mi culpa. Es curioso como el símbolo de inmortalidad que me acompaña desde mi infancia simbolice ahora, también, la muerte.
Y es curioso que ahora esté pensando en esto, que lo esté escribiendo con gotas de humor y sin rastro de dudas y que ahora me sienta un niño, más niño que cuando recibí el pisapapeles que vuelve ahora a su original razón de ser. Lo hará gracias a este folio que, por él (suave, forma de huevo, tamaño de mi puño de diez años), no volará por la ventana. Yo sí. Yo sí volaré por la ventana. A mí ya no puede aguantarme el pisapapeles. Yo no soy inmortal. Yo no pido perdón. Pero tengo miedo.
Por eso ahora llego a la conclusión de que lo que ahora estáis leyendo heredará de mí el miedo. Mi miedo.
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*Ella, Lucía, nunca tocó la fea piedra. Y nunca más el timbre de mi casa.
C.D.G
Amparo (Petra Acero) me dijo el miércoles que quería una historia sobre un pisapapeles.
Gracias.
Fotografía: http://lillycreightmore.tumblr.com/