Cierro la puerta de mi casa y con un empujón con el pomo confirmo que la he cerrado bien. Bajo por las escaleras por si en el ascensor me encuentro con un vecino o con la peor versión del espejo. Escupo al salir del portal y miro el cielo. Ya lo he mirado antes desde mi ventana y ya lo miraré más tarde desde cualquier lado. No hace tanto frío como dijeron que haría, pero las nubes sí están tan bajas como anunciaron ayer. Saco el móvil y le aviso a P de que llegaré en cinco minutos. Llego en seis. Él me espera en la mesa del fondo, lejos del ventanal, cerca de los aseos, junto al póster del Rat Pack, donde Sinatra y los suyos juegan al billar. Ya ha empezado su cerveza cuando entro. Ya está la mía esperándome. Hablamos del trabajo, del partido del sábado, del viaje que quiere hacer, de la portuguesa que le trae loco, de las fiestas que ya no hacemos, de lo fácil que es robar si se tiene corbata cara y rostro de cemento. Reímos de vez en cuando. Bebemos mucho. Mira él el reloj más que yo. Pero soy yo el que le digo- han pasado dos horas- que tengo que irme. Me dice que en un rato llegará V, pero le repito que tengo que irme, que el deber me llama. No le sorprenden a P mis palabras. Se queda allí y yo me largo; pero no, el deber no me llama: llamo yo a mi deber mientras voy al supermercado. Me dice que está mejor, que cree que mañana podrá ya comer con normalidad y que no para de escuchar el disco que le regalé. Me alegro, aunque no sé si eso significa que le gusta o que no tiene otra cosa que hacer. En el supermercado compro pasta, pan, almendras, manzanas, galletas con chocolate y aceite de freír. Y salgo de allí dejando en la cajera, estoy convencido, un olor a cerveza holandesa.
Elijo el camino más largo para llegar a casa porque quiero pasar por el parque. Me tranquiliza cruzarlo antes de que anochezca, mientras los niños lo llenan y las madres, los padres, los abuelos o los tíos miran con un ojo el cotilleo y con otro las andanzas de las criaturas. Salgo de allí sonriendo y mirando el cielo atravesado por un sauce. Entro a mi casa sonriendo y mirando mis zapatos atravesados por el resto del día. Dejo la bolsa en la encimera y pongo a Jens Lekman. Coloco en su sitio lo que he comprado. Del frigorífico saco la botella de agua y me tiro en el sofá. Me la bebo casi sin respirar. La dejo vacía entre mis piernas y clavo mis ojos en la fotografía de Estambul que está colgada junto a la biblioteca. Hace mucho tiempo que no me fijo en la humedad del suelo, en el baile de las gaviotas sobre el barco, en el gorro del hombre de zancada larga. Hace mucho tiempo de mi viaje a aquella ciudad. Llevo mucho tiempo sonriendo, pero noto una lágrima en mi mejilla izquierda. Me la quito y me pregunto a qué hora harían esa fotografía del Bósforo y si Dean Martin metió la bola negra. Y noto dos lágrimas en mi mejilla derecha.
No me hace falta empujar nada para confirmar que estar triste no tiene truco.
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C.D.G
Fotografía de Estambul: Francisco Mas Manchón.