Hace año y medio publiqué aquí un pequeño y humilde relato: El Plan del Caminante.
Hace un mes y pico lo modifiqué y lo mandé (o manduve) a un concurso de Relatos Urbanos de mi ciudad, todavía no fallado. El texto, eso sí, sigue siendo pequeño y humilde.
Saludos.
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EL PLAN DEL CAMINANTE
We live as we dream: alone
Heart of Darkness, Joseph Conrad.
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Amanecí despacio y salí de mi casa para salir de mi ciudad. Con una botella de agua en una mano, el puño en la otra y sin mirar atrás. Tal era mi plan.
Primero dejé mi territorio habitual: allá donde compro el pan que más barato salga y la prensa que más regalos traiga; allá donde los barrenderos conocen a los camareros; donde Lucas me corta el pelo, los bostezos y los años; donde conozco la piel de los edificios, los secretos de las calles y todos y cada uno de los chicles pegados en las aceras en las que el tiempo es algo más lento que el de mi reloj, asemejándose a un anciano que suspira su rutina, su eterno retorno al mismo sitio. No hay prisas cuando todo está cerca y lo que está cerca es tuyo. Si el asfalto de mi barrio fuera de barro blando, éste sería un lienzo de huellas mías y de otros tantos como yo: ninguna de ellas es extraña, aunque lo parezca.
Luego dejé las calles principales de la ciudad, donde todo es un anuncio, donde los codos y las bolsas se rozan, donde mandan los coches, el ruido, las estatuas coronadas por palomas y la oferta tras la oferta (dos mentiras por una). Es allí donde el tiempo se disfraza de velocista negro fibroso y nos gana a todos sin esfuerzo, con orgullo: señalando constantemente el estratosférico registro en los luminosos marcadores que son los ojos de los viandantes, conductores y mendigos: ninguno de ellos son reconocibles, aunque lo parezca.
No tardé en llegar a las afueras, a las anchas avenidas de paisajes zombies de árboles sin sombra y urbanizaciones a medio construir y a rotondas con flores muertas por los muertos al volante y prostitutas vivas por los vivos con billetes. Llegué allá donde las naves industriales son chinas y el tiempo es fiel a mi reloj: un minuto dura sesenta segundos. Estrictamente cierto, exacto. Tan realista como aburrido.
Y cuando me aburro, pienso demasiado. Y si pienso demasiado, aprieto los dientes y la botella y abro las puertas del infierno. Así de intenso soy cuando mis planes deciden cambiar de plan.
De sudor se llenó entonces mi frente y mi voluntad; se hartaron mis zapatos de mis pies y el sol se encaprichó de mi nuca. Pero logré llegar allá donde termina el comienzo de la autopista y empieza el final de esta historia. Porque fue entonces cuando giré la cabeza, por primera vez desde que salí del portal, tratando de adivinar y admirar el trecho recorrido y supe, al mirar mis pies tras mirar el horizonte, que no había huellas mías ni camino al andar (son bellísimos, pero inciertos, esos versos del poeta ligero de equipaje). Todo lo que alcanzaban a ver mis ojos era la certeza de que por mucho que yo caminara, siempre me encontraría en el mismo sitio, siempre habitaría en la misma pesadilla, en el mismo dolor del pasado que me hizo salir de casa, en el mismo presente de teatro de sombras chinescas con espectadores dormidos y con el mismo diagnóstico del futuro: jodido.
Atardecí de un plumazo y quise volver entonces a mi casa para volver a mi ciudad. Tal era mi nuevo plan y tal sería el de ustedes si se encontraran en mi situación. Pero al dar el primer paso…agárrense: desaparecí. Desaparecí como si segundos antes todo lo que me rodeaba se hubiera convertido en un mago y yo, obviando las diferencias, en la sufrida acompañante de ropa estrafalaria y sonrisa perfecta que entra en un armario portátil: chas. No descarto (es más, lo sospecho) que al admirable lector le parezca este inesperado viaje hacia el vacío un recurso fácil para finiquitar una historia a todas luces coja y preñada de tópicos. A mí me parece una maldición, perfectamente diseñada e insoportablemente dolorosa, a la que vuelvo sin remedio cada vez que alguien llega hasta este punto en el que el relato, conmigo, muere.
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C.D.G
Fotografía: fotograma de El Eclipse, de Antonioni.
No se quejó; pero su lágrima, que secó su voz y mojó mi zapato, ardió y crujió como una hoguera de campamento. Perdonadme entonces si opté por acabar con la tortura, dejarle en paz y enterrarle.
Con una sonrisa que parecía una nube de algodón, me preguntó si me había perdido. Con una mano que parecía mi peluche, me llevó a su casa. Con una violencia que no sé comparar con nada, me arrastró hasta el abismo: ya solo sé vivir con él.
Me la compré en rebajas. Sé que no es de mi talla y que no está a la moda, pero el párroco dice que abolirán pronto la esclavitud y no quiero pasar frío ahora que llega lo peor de invierno.
Asomados al balcón y abrazados a una copa de vino, hablaron de su primer beso, de su primer viaje juntos, de sus hijos, de lo bello que sería morir amándose de verdad.
El sol, tus ojos, las nubes, tus manos, los edificios, tus labios, los coches, tu cuello, las montañas, tu lengua, los trajes, tu risa, los anuncios, tu espalda, las obras, tu acento, la noche, tu ombligo, los restaurantes, tus gemidos, mi talento para los microrrelatos.