Todo lo que quiere decir tropieza con todo lo que dice. Ellos lo llaman nervios. Él, esguince de ideas.
Reposo, le piden sus canciones preferidas.
Pero escuchándolas se infarta su razón.
——
C.D.G
Fotografía: Elliot Erwitt
Versión de la canción Is your love in vain, de Bob Dylan, interpretada, tras un concierto, junto a la Catedral de Sevilla y con la guitarra de una seguidora.
Hoy se ha convertido en una atracción del horror. Sin un Arbeit macht frei, pero con un impacto igual de palpable para todos aquellos seres perdidos que lo visitan y lo rozan temiendo convertir sus vidas, sus deseos y las lágrimas que se enjugan antes del click de una fotografía de recuerdo, en esa roca del tamaño de una voz en grito que sigue esperándonos.
En otras ocasiones, Raúl, de Interpreta-Sones , me pidió dos letras de canciones, una en inglés y otra en español. Ahora ha puesto música, voz y atmósfera a una letra mía.
Aquí va el vídeo. Gran elección de imágenes.
Muchas gracias, Raúl.
Y hasta la siguiente colaboración.
NEED
We need
a tear of time
on our dreams.
And a perfect hour
in our night.
We need a
glass of Scotch
in our hands
and a perfect smile
in its ice.
We need a
poppie song
in our ears
and a perfect dance
in our legs.
We need a
drunken kiss
in our lips
and a perfect hug
in our chests.
We need a
dead end street
in our dawn
and a perfect plastic love
in our bye…
—-
C.D.G
Fotografía: fotograma de Blow-Up, de M. Antonioni.
El vértigo del fondo del vaso le hizo cerrar los ojos. Al abrirlos seguía siendo el mismo, seguía estando solo. Se maldijo y salió de allí (allí es un bar normal con pesadillas normales). La calle le trajo frío, viento, charcos y ni rastro de la mirada negra que le había llevado a esa ciudad de futuro mellado. Agradeció ese paisaje -nocturno y sin máscaras- para esos pasos, los suyos, sin disfraz. Se olvidó de las caras que iban y venían, de las sombras que las farolas derramaban; pero no del frío, que le hacía temblar; no del viento, que no le hacía volar; no de los charcos: espejos de la risa más triste que se le ocurrió parir. Al oírla, alguna ventana se encendió por miedo y, tras confirmar las sospechas, volvió a apagarse, por compasión.
Y acurrucado en un callejón cualquiera esperó al amanecer. Y con los primeros guiños del sol se levantó, se sacudió sus penurias y volvió a ser el superhéroe de vida normal, de lecturas imperfectas, películas de Ophuls y canciones para tararear a la espera de un semáforo verde. Y el vértigo que el día anterior estaba en el fondo de su vaso, estaba ahora en la epidermis de su soledad, aguardando el momento adecuado para seguir con el festín de la debacle de nuestro hombre.
No tardaría en morderle de nuevo. Y esta vez no habría noche que le escondiera de la visión de su propio patetismo.
Cuando te olvides de mi nombre,
cuando mi cuerpo sea sólo una sombra
borrándose entre las húmedas paredes de aquel cuarto.
Cuando ya no te llegue el eco de mi voz
ni el resonar cordial de mis palabras,
entonces, te pido que recuerdes que una tarde,
unas horas, fuimos juntos felices y fue hermoso vivir.
Era un domingo en Hampstead, con la frágil primavera
de abril posada sobre los brotes de los castaños.
Pasaban hacia la iglesia apresuradas monjas
irlandesas, niños, endomingados y torpes, de la mano.
Arriba, tras los setos, en la verde penumbra
del parque dos hombres lentamente se besaban.
Tú llegaste, sin que me diera cuenta apareciste y empezamos a hablar
tropezando de risa en las palabras, titubeantes
en el extraño idioma que ni a ti ni a mi pertenecía.
Después te hiciste pequeña entre mis brazos
y la hierba acogió tu oscura cabellera.
A veces las cosas son simples y sencillas
como mirar el mar una tarde en la infancia.
Luego la escalera gris, larga y estrecha,
la alfombra con ceniza y con grasa,
tus pequeños pechos desolados en mi boca.
Sí, a veces es sencillo y es hermoso vivir,
quiero que lo recuerdes, que no olvides
el pasar de aquellas horas, su esperanzado resplandor.
Yo también, lejos de ti, cuando perdida en la memoria
esté la sed de tu sonrisa me acordaré, igual que ahora,
mientras escribo estas palabras para todos aquellos
que un momento, sin promesas ni dádivas, limpiamente se entregan.
Desconociendo razas o razones se funden
en un único cuerpo más dichoso
y luego, calmado ya el instinto
y rezumante de estrenada ternura el corazón,
se separan y cumplen su destino,
sabiendo que quizá sólo por eso
su existir no fue en vano.
No necesita mear para indicar su territorio: la barra tiene la marca de sus codos; la camarera, la de sus improperios, su aliento de ultratumba y sus silencios de mirada de tres vidas. ¿Cómo lo soportan día tras día, desde hace más de diez años? ¿Cómo consigue no caer jamás pese a tantas botellas bebidas, tantas copas perdidas? Como nadie lo sabe, todos lo inventan y le crean una leyenda a medida, un motivo, un origen, una vida. Los jóvenes ven en él a un símbolo ridículo del crepúsculo sin ambición. Los más mayores lo temieron en el pasado y en el presente lo ignoran. Yo dejaré un día mi mesa junto al aseo, me acercaré a todos y les diré que ese hombre somos todos y esperaré, pacientemente, a que lloren hasta ahogarse en su propio espejo. Y la barra, impasible, sucia y sabia, dejará sitio para nuestros codos, nuestros ayeres. Y las invenciones de otros.
Desnudas lágrimas cúbicas de un brochazo de absenta.
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Se desnudan con máscaras las que nos miran con desorden.
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Tambores de tribu en el prostíbulo afeado de un calle sin conde.
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Cinco tótems atardecidos ponen precio a nuestro canon trasnochado.
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Parecen esperarte. No te engañes: las salvajes no tienen tiempo.
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Tan afiladas que sangra lo que queda de mi deseo.
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El desnudo viaja a las cuevas con el pincel de la urbe.
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C.D.G
«Micropoemas» (con perdón) inspirados en Las Señoritas de Avignon, de Pablo Picasso. Tal era el tema que se proponía en una de las semanas de este verano en Cuenta140, de http://www.elcultural.es. Sin suerte, claro.