Al bajar del autobús noto que la ciudad ha cambiado, como si alguien hubiera cambiado de disco. Los charcos solo están formados por lágrimas, los edificios se retuercen hasta abrazarse entre sí y los semáforos están permanentemente en ámbar, con todos mis silencios alados dentro de ellos. De las personas ni hablemos: parecen humanas.
Me asusto y me arrepiento de no saber correr hasta la playa en cuatrocientos golpes y un día.
El hombre de la fotografía tiene mucho tiempo libre. Tiene mucho tiempo libre y se lo merece: han sido muchas décadas en mitad del despiadado mar; jornadas completas de oleajes que le ofrecían, si había suerte, algunos pescados que echarse a la boca al final del día y unas manos encalladas que ya nunca se suavizarán.
El hombre de la fotografía, más que un hombre es un señor. Pasea a diario su descuidada elegancia por las calles del barrio más antiguo de la ciudad. Se quita la boina al paso de las damas, regala sonrisas y caramelos a los niños y siempre tiene en la manga palabras y oídos, que son más que ases, para los que tienen el suelo por cama.
El señor de la fotografía despierta antes de que lo haga el sol. Suele asomarse en su pequeño balcón para ver los primeros latidos del día. Jamás le ha visto nadie quejarse del ruido de los borrachos, de los camiones que aparcan para descargar, de los perros que ladran como si el planeta entero fuera un terreno hostil.
El señor de la fotografía tiene mucho tiempo libre y lo disfruta con pequeños actos cotidianos. A veces baja hasta el paseo de la playa, donde alimenta sus recuerdos salinos. A veces se queda en casa y pone la televisión en silencio, para mejorar lo que dicen en la caja tonta. En ocasiones se le oye silbar, con la compra bajo el brazo, viejas canciones que le enseñó en Varadero la negra de su vida, como hoy. Silba, supongo, además que para lo que se recuerdan melodías de otro tiempo, para mejorar lo que decimos nosotros en nuestra vida tonta. Y así se pierde, calle arriba, hasta su portal, donde cocinará, a fuego tan lento como sus pasos, esos corazones que guarda en la bolsa y que, por cierto, y pese a lo que pueda parecer, no son de vaca, precisamente.
Mis bestias no son originales: siempre me visitan de madrugada.
Mis bestias han visto mucho cine malo: siempre entran por el balcón.
Mis bestias empiezan por el salón: rayan el parqué, mellan mi biblioteca y violan mis ventanas. En el pasillo muerden los cuadros y lamen el gotelé. Y siempre que entran en mi dormitorio me encuentran sentado en la cama, abrazado a mis rodillas, sereno como una estatua, con una sonrisa del tamaño de un disimulo y con mis ojos clavados en todas ellas, que bailan a mi alrededor y ríen y chillan y llenan de babas mis sábanas. Cuando se aburren, una de ellas me agarra del cuello y me maldice llenando toda mi cara de su aliento caducado. Y como vienen, se van.
Cuando el ruido de mis bestias cesa comienza el mío: un llanto infantil, un temblor de todo mi cuerpo que agita mi cama, un grito de dolor interior que agrieta las paredes. Y la certeza de que volverán a visitarme muy pronto; volverán a destrozar lo que me pertenece y a encontrarme sobre mi colchón tranquilo, tragándome el miedo que luego vomitaré. Porque mis temores no son originales.
¿Qué las palabras no tienen importancia? Yo no me atrevería a afirmarlo con tanta seguridad. A veces creo que muchas cosas, que todo depende de las palabras. De las palabras que uno dice a su debido tiempo, o de las que se calla, o de las que escribe.
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– ¿Qué quieres de ese hombre? – preguntó de repente la nodriza.
– La verdad – respondió el general.
– Conoces muy bien la verdad.
– No la conozco – dijo él, en voz alta, sin preocuparse por el servicio, que había interrumpido abajo la colocación de las flores y miraba hacia arriba. Volvieron a bajar la mirada inmediatamente, con un gesto mecánico, y continuaron con sus quehaceres -. La verdad es precisamente lo que no conozco.
– Pero conoces la realidad – observó la nodriza, con un tono agudo, casi agresivo.
– La realidad no es lo mismo que la verdad -respondió el general-. La realidad son sólo detalles.
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Pero en el fondo de tu alma habitaba una emoción convulsa, un deseo constante, el deseo de ser diferente de lo que eras. Es la mayor tragedia con que el destino puede castigar a una persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso en el corazón humano, porque la vida no se puede soportar de otra manera que sabiendo que nos conformamos con lo que significamos para nosotros mismos y para el mundo. Tenemos que conformarnos con lo que somos, y ser conscientes de que a cambio de esta sabiduría no recibiremos ningún galardón de la vida: no nos pondrán ninguna condecoración por saber y aceptar que somos vanidosos, egoístas, calvos y tripudos; no,hemos de saber que por nada de eso recibiremos galardones ni condecoraciones. Tenemos que soportarlo,éste es el único secreto. Tenemos que soportar nuestro carácter y nuestro temperamento, ya que sus fallos,egoísmos y ansias no los podrán cambiar ni nuestras experiencias ni nuestra comprensión. Tenemos que soportar que nuestros deseos no siempre tengan repercusión en el mundo. Tenemos que soportar que las personas que amamos no siempre nos amen, o que no nos amen como nos gustaría. Tenemos que soportar las traiciones y las infidelidades, y lo más difícil de todo: que una persona en concreto sea superior a nosotros, por sus cualidades morales o intelectuales. Esto es lo que he y aprendido en setenta y cinco años de vida, aquí, en medio de este bosque. Pero tú no has podido soportarlo —dice en voz baja.