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Archive for febrero 2014

Ahora que ardes en todo lo que me hiciste, muere de frío mi satisfacción.

 

C.D.G

Fotografía de Garry Winogrand

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Dennis Hopper: The Lost Album

Le pidió un segundo para hablar

y le tomó un mundo para callarse.

El sofá era ya un ataúd

y la primavera una marcha fúnebre

que nace en la sonrisa de un pétalo sátrapa

y muere en el picor de sus caricias de hierro.

Le pidió un segundo para hablar

y algo para mojar la pena.

Su mirada era ya un alud

que enterraba

todo lo que diera calor,

todo lo que diera vida.

Con eso mojó la pena,

con eso trató de mirar

– por la ventana o por los dedos-

algo nuevo.

                                 Nada.

Y así hubo de acabar este poema:

bajo el manto de dos ojos

y un silencio del tamaño de un mundo

que babea y sangra y baila

entre las líneas ya escritas.

Ya es tarde para limpiar.

C.D.G

Fotografía: Dennis Hopper

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No hay metáforas en el baile brutal
del aliento del mar
con la nuca de piedra.

—-

Riñen como vientos
las olas que me convirtieron
en la roca que te espera.

Lanzo lo que seré
al fondo inhóspito
de mi copa.

Fósiles de besos raídos
decoran las horas de los faros
del desamor de roca adolescente.

Un latigazo cantábrico
devuelve la flor de tus cabellos
a la roca que nos unió.

De nuevo, el mar.
Pero ahora, la sangre
es mía.

C.D.G

Cuadro de J.M.W Turner

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Una cita de Céline y adelante con el espectáculo. Bajo una Roma serena y clásica con voces traídas del cielo, un turista japonés fotografía la belleza y muere. Estamos avisados. Toda búsqueda conlleva un tropiezo, a veces sin posibilidad de seguir caminando. ¿Qué buscan los participantes de la fiesta que ahora vemos, monumento a lo hortera, lo hueco, lo frívolo, lo Carrà, lo imposible? Buscan no buscar más allá de sus narices: pura exhibición obscena presidida por Jep Gambardella (Toni Servillo: qué actor). Él busca lo que todos y otra cosa: una razón, algo. ¿Lo encuentra? ¿Importa saber si

lo encuentra?

A medio camino entre lo operístico y el guiñol, Sorrentino nos ofrece un viaje al final del desencanto, a la vejez de plástico, al ridículo en letras doradas. Jep busca, también, gente que le limpie: su criada sudamericana le limpia la casa y las culpas del desayuno a medio día; el sacerdote del botox le limpia las dudas de la frente; sus amistades (con los que reflexiona como con el espectador con una inteligencia, una contradicción, un pesar y una ilusión que nos deja desnudos y llenos de pieles de bisón a partes iguales) que le limpian los vacíos para dejarlos más vacíos, más inútiles; y su vida le limpia de la muerte, por más que ésta sobrevuele por encima de cada amanecer de copas sin acabar, de tetas y culos poderosos, de estruendo sin alma. De teatro. De Roma.

Sorrentino, ya lo hizo en El Divo, juega al límite y bordea, como su protagonista, el descalabro. Pero no, no hay accidente en el delirio de esa cámara que sí, que muchas veces está encantada de conocerse: hay hipnosis, hay regalo para nuestras retinas, está el Fellini de La Dolce Vita y de Ocho y Medio, hay esa Roma ( santa y puta barata) que es espejo de esa decadencia que preside la cinta, hay virtuosismo a la hora de presentar, a modo de fragmentos de una vida, lo que pasa y no pasa sobre esa azotea que el Coliseo mira sin inmutarse. Porque pasa tanto como lo que no pasa. Jep quiere: quiere volver a escribir, quiere la vida de otros, quiere huir a los primeros amores empapados de interrogantes, quiere y quiere; pero volverá la noche y en ella se quedará con su habitual ruido y furia. Y llegará el día y la soledad entre calles de sombras. Y de día y de noche estará esa nada que tanto atraía a Flaubert como atrae a Jep. La nada por la que Sorrentino nos lleva con mano irónica. La nada, al fin y al cabo, que está en todos lados: en la Roma Clásica que abre sus puertas cuando se entornan las del sol, en la política, en la iglesia, en el arte moderno, en la filosofía que dura lo que dura una calada, en nosotros, en la propia belleza que se busca, que se persigue en esta película como los niños persiguen palomas y con el mismo éxito: al final todo sale volando, salvo la nostalgia.

La gran belleza 7

Espero haberte explicado mejor hoy lo que vi ayer.

C.D.G

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Fósiles de besos raídos

decoran las horas de los faros

del desamor de roca adolescente.

C.D.G

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Tu carne
solo me sabe
a ti.

—-

C.D.G

Fotografía: Lee Friedlander

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No miran la carne de los bordillos
los que llenan en azoteas platos
con los restos dorados del naufragio.

C.D.G

Fotografía: Martin Parr

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Reza por todo 

lo que ha crucificado

entre los muslos del altar.

C.D.G

Fotografía: Rafael  Sanz Lobato

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Shirley Temple siempre será una niña estrella. No una niña actriz, no: una niña estrella. Los treinta fueron suyos y del cine de calidad limitada (salvo excepciones, viejo Ford) e ingresos casi infinitos. Dalí, que de batallas sabía más que un ejército, la disfrazó de fiera porque eso es lo que hacía falta ser para sobrevivir al Hollywood más dorado. Con cicatrices, sí. Con la noche amenazando sobre sus rizos con las alas abiertas, sí. Pero con huesos rodeando su serena estampa: los del público de entreguerras que ella se zampaba cada vez que enseñaba su sonrisa de niña perfecta.

C.D.G

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Un verano después
sus labios sabían
a otro mundo.

C.D.G

Fotografía: fotograma de Ocho y Medio, de Fellini.

 

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