Un fotógrafo y cineasta de guerra como Prohaska hubo de asumir muy pronto que ese era el nudo gordiano de su profesión. Que juzgar, permitirse un juicio, lo condenaba a la parálisis. El argumento es de Stelenski, empeñado en buscar una salida al dilema que la vida de su amiga plantea: ¿cómo amar a un hombre que no sólo estuvo del lado del Monstruo, sino que, consciente y fielmente, alimentó su imaginario? ¿Se puede defender la obra de alguien que filmó ejecuciones con tiros en la sien, ahorcamientos de niños de ocho años, vivisecciones en embarazadas, inmersiones en tanques de agua helada o amputaciones sin anestesia para investigar los umbrales del dolor, y que hizo todo eso sin emitir una queja? ¿Puede haber piedad, comprensión, afecto para alguien que, como el ojo divino, se conformó con dejar al libre albedrío de los demás las consecuencias de sus actos? ¿Merece la obra de Prohaska el espacio de un museo o sólo es la actividad forense de un voyeur sin escrúpulos, que debería haber colgado del palo más alto de la ciudad de Núremberg?
<<La desnudez del mundo invita a que alguien la capture>>, escribió Prohaska en Al dictado de un dios cruel. <<Pero la insatisfacción permanente del hombre, su ansia implacable de razones, es la que exige que alguien la interprete. Ahí>>, concluye el contemplador del Reich, <<en la funesta manía de explicar, se esconde el origen de nuestro concepto de culpa>>.
No es sencillo satisfacer la duda que nos corroe al leer estas líneas: ¿habla un cínico o un sabio? ¿Un pesimista razonable o un asesino odioso? ¿Una víctima o un verdugo?
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Medusa, Ricardo Menéndez Salmón
ES TAN DIFICIL JUZGAR…
QUE PREFIERO NO HACERLO.