Necesita un libro, el que sea. En su casa tiene cientos. Quizás llegue a mil. Nunca los ha contado. No ha leído todos los libros que tiene. Ni los leerá. Muchos los dejó a medias, otros ni los abrió, aunque sus fajas digan que sus páginas contienen dinamita para los ojos. Pero no quiere uno de esos libros que parecen llamar a su puerta con su manco ahínco. Sí, ya sé que acabo de decir, hace unos segundos si lees esto a la velocidad de una persona mentalmente ágil, que necesita un libro, el que sea. Pues no: el que sea, no. Necesita salir a comprar un libro. Ponerse la chaqueta y las gafas de sol y salir de casa, caminar los siete minutos, si andas a la velocidad de una persona físicamente fofa, que le separan de la librería, entrar y dejarse llevar por la intuición. No, no vale un autor que haya leído ya o al que conozca por prestigio, por televisivo o porque ganó un premio hace tres décadas. Ya, ya. He comenzado diciendo que le valía cualquier libro. Luego que no, que tenía que ser un libro que él saliera a comprar. Y ahora, que es imprescindible que la obra que se lleve bajo el brazo sea de un escritor que desconozca por completo. No soy yo el que restringe su necesidad. Solo soy el que cuenta mal sus necesidades. Perdonadme.
Mientras escribo esto, él ya ha salido de casa, él ya enfila la librería, él está a punto de entrar en ella, agarrar un libro de autor desconocido, pagarlo y volver a casa. Y a mí no me pagan por esto.
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C.D.G