– Si me secuestran, dirán que me he perdido; si me pierdo, dirán que me han secuestrado, ¿entiendes? A eso me refiero con lo de que que la reputación de uno es más fuerte que que un matón de callejón. No dan una definiéndome. Pero tú fíate de mí y no de los que llaman mataperros a los que un día pisaron a un chiguagua: soy lo que digo ser; seré lo que tú digas que seré. A ti te encomiendo la innoble tarea de propagar mis palabras y mis actos con tus palabras y tu talento. Sal de aquí sin mirar atrás y píntame un futuro. Yo me acabaré esta copa a tu salud y me largaré de esta ciudad. Me miras, y es razonable, como quien mira a un loco. Sé que no sé tu nombre, sé que hace cinco minutos no sabíamos nada el uno del otro. Por eso mismo te digo lo que te digo. Por eso mismo sé que harás lo que te pido. Me da igual que seas camarero y que tengas que estar trabajando aquí hasta dentro de tres horas. Adelante, muchacho: conviérteme en evangelio.
Hay quienes llevan a cabo la vida más hábilmente. Tienen orden en su interior y en su alrededor. Para todo la manera y la respuesta adecuada.
Adivinan inmediatamente quién a quién, quién con quién, con qué objetivo, por donde.
Ponen el sello en la verdades absolutas, arrojan a la trituradora los hechos innecesarios, y a las personas desconocidas a las carpetas destinadas a ellas de antemano.
Piensan justo lo debido ni un segundo más, porque tras ese segundo acecha la duda.
Y cuando los dan de baja de la existencia, dejan su puesto por la puerta señalada.
Nunca he estado en uno de esos tejados de barrio residencial norteamericano tomando una batido de fresa con una animadora del equipo de béisbol del instituto.
Nunca he tomado mate en las aceras de Boca mientras alabo culos de minas que jamás serán mías.
Nunca he puesto los brazos en jarra en la cima del Everest o de cualquier bache.
Nunca he hecho taichí en el parque Tiantan mientras la nieve dibuja mi pelo.
Nunca he bailado flamenco ni bebido manzanilla en la Feria de Abril.
Nunca he llorado como un bebé mientras la Hoguera de mi barrio arde y pare un verano.
Nunca he regalado rosas en San Valentín.
Nunca he dicho Feliz Día del Padre en el Día del Padre.
Nunca he saltado sin red y con alcohol desde un balcón mallorquín.
Nunca he dicho que lo que hacía Picasso lo podría hacer yo con los ojos cerrados.
Nunca he celebrado un gol diciendo gol.
Nunca me he inventado la vida de los desconocidos que tengo al lado.
Nunca he dicho te quiero bajo la luna llena.
Nunca he dicho que no somos nadie en un funeral.
Nunca he dicho que mi profesor me tiene manía.
Nunca he ido a Pisa a hacerme una foto sosteniendo su torre inclinada.
Nunca he tirado la basura en pijama.
Nunca he hablado de la inmensidad del universo mientras bebo vino malo con gente buena.
Nunca he dicho que la parte más difícil de la teórica del examen de conducir es la mecánica.
Nunca he comido palomitas en el cine.
Nunca he pedido un deseo tras la última uva de Nochevieja.
Nunca he cruzado Abbey Road como un beatle cualquiera.
Nunca he dicho que la mejor parte del helado de cucurucho es la punta.
Nunca he dicho que Sara Montiel no era nada tonta.
Nunca he dicho que voy borracho sin estarlo.
Nunca he dicho que Goebbels era un genio de la propaganda.
Nunca me he vestido de mujer en carnaval.
Nunca he comido un trozo de sandía en la playa.
Nunca he dicho que conozco un atajo.
Nunca he dicho que me gustaría tener diez años, pero con lo que sé ahora.
Nunca he dicho que nosotros, de niños, sí que sabíamos pasarlo bien.
Nunca he dicho que el que vale, vale, y el que no, a letras.
Nunca he dicho que el día antes de un examen es mejor no estudiar.
Nunca he dicho que todo lo que aquí escribo, siempre, es ficción.
Veintisiete huesos, treinta y cinco músculos, unas dos mil células nerviosas en cada una de las yemas de nuestros cinco dedos. Es absolutamente suficiente para escribir Mein Kampf o Winnie the Pooh.
Se caen, como patosos. Se ríen al caer, como locos. Se besan en el suelo, como si se amaran. Se levantan, como soldados magullados. Se miran las heridas, como niños. Se alivian, como humanos. Siguen andando, como zombis. Buscan la luna, como poetas. No la encuentran, como realistas. Se confiesan, como pecadores. Se caen, como patosos. Se ríen al caer, como locos. Se escupen en el suelo, como si se odiaran. Se levantan, como niños al sonar el timbre. Se miran a los ojos, como boxeadores. Se dan la espalda, como duelistas.