Dejó sobre la cama el maletín, la corbata, la pitillera y el teléfono. Dejó el resto sobre la silla del escritorio. Pidió una botella de vino (-la que suelan pedir los que no saben qué pedir- dijo al recepcionista) y se dio una ducha rápida con agua hirviendo.
La botella se la bebió tumbado y desnudo sobre la cama con el vaso para enjuagar del aseo. Antes había dejado sobre el suelo el maletín. La corbata, el teléfono y la pitillera, sobre la mesilla. Cambiaba de canal de televisión a cada trago. Nada le convencía: ni lo que veía ni lo que bebía. Pero seguía viendo, seguía bebiendo. No sabemos si fue primero la borrachera o el sueño, pero se durmió con el vaso vacío sobre su pecho y una película de Monty Clift frente a él.
No sabemos tampoco si fue el amanecer o el miedo, pero despertó con el vaso vacío sobre su pecho y una entrevista a un neurocirujano frente a él.
Miró la hora en el ángulo inferior izquierdo de la televisión. Volvió a mirarla en su teléfono móvil. La hora y los mensajes. La hora y las llamadas. La hora y, ahora sí, el miedo. No sabemos si fue lo que le despertó, pero sí lo que le hizo sudar, levantarse, mirar por la mirilla, dar vueltas como un tigre noqueado y meterse en la ducha con agua helada para un tiempo helado.
En adelante, cada minuto de su día sería una línea de su largo y predecible epitafio.